Mirar el reloj cada veinte minutos. No poder estar con uno mismo ni un rato. Sos todo lo que no querés ser, odiás todo lo que sos, todo lo que te representa, todo con lo que te identifican. En eso que antes encontrabas placer ahora es una secuencia lastimosa de vidrios rotos. Te parece todo tan banal, te hacen comentarios superfluos halagando todo lo obviamente tangible. Un llavero de gente en forma de telaraña. Un mar de plastilina y un cielo de gelatina se funden en el horizonte. Un cementerio de ideas inconexas. Tu negación llega hasta tal punto que vuelve a empezar el círculo y te parás de tu propia mesa. Querés salir de tu cuerpo saboreado y principalmente de tu cabeza que cayó en desuso trágico. Inhumano te querés sentir; o a lo sumo, creés que sos poco humano. No merecés el nombre de Barón que te heredaron. El alma nunca pasó de ser blanca a dorada. Estados no consentidos, no aceptados, que no aparecen en ningún mapa de ningún lugar. Un estado para nada soberano, sin límites, que no se describe en ningún manual de historia. Y así como no se escribió puede desaparecer en cualquier moemento. Venido a menos luego de siglos de auge, caer en decadencia tan rápido, ha sido comprobado, se puede. En una carrera vertiginosa por el salto, la estabilidad (y sobre todo la perspectiva) se pierde.
Motor surreal que todo lo absorbe, todo lo tritura; todo lo transforma. Nada se pierde, nada se puede perder, ¿qué significaría eso sino? ¿que existe un vacío? Que existe otro lugar, ciertamente. Que somos copias imperfectas, grabados incompletos, escenas detenidas. Somos flujo de historias, una canilla abierta de oportunidades fertilizantes. Para entrar aceitados, ya sabiendo, no necesitando a nadie y no queriendo sentir. El azote de los años. De la inmersión y de la inversión. De las invenciones, de las intervenciones. De los atrasos y de la llegada, definitivamente, tarde. Cortina cerrada de sala de teatro. Recámara alquilada. Leche vencida un día después y pañuelos descartables para la neurosis (de moda).
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