Esos minutos eternos, esas llamadas en blanco, esas preguntas no hechas y después disfrazadas de gritos de atención. Esos momentos largos que desesperan y una no sabe bien si quedarse o irse. Porque no se sabe qué se está jugando.
Por estar tirados en el pasto daríamos la vida y sin embargo todo lo demás se vuelve tan complicado; las cosas más simples que son las que más disfrutamos se pierden cuando se trata de entender y racionalizar dónde estamos parados. ¿Qué más da si estamos parados acá, allá o en el medio de la nada? Hay que disfrutar el estar parados y listo. Porque cuando caminamos en cuclillas y vemos pasar a los erguidos los envidiamos, estando nosotros allá arriba estaríamos caminando con la frente en alto, bien orgullosos. En esos días que el aire se nos pierde quién sabe en qué cosas, que los viajes vuelven a ser como a los cinco, que los colores toman vida propia y..¡ni hablar de los olores! Que la música parece ir a tono, con corcheas que pasan al lado nuestro y nos saludan cual vecino de todos los días. El café tiene un aroma distinto. Y entonces pasa, lo que no queremos que pase. Y a las tardes de domingo, sistemáticamente, parece que les cae un balde de agua y llueven y llueven. Todas. Y las cosas más triviales del día a día se destiñen, los olores son más que mundanos y, hasta de vez en cuando, repulsivos. Meras señales e imágenes que antes no solíamos percatar ahora, sin que lo querramos, hacen que fijemos la mirada en ellas.
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